En uno de esos edificios cualquiera se amontonan decenas de apartamentos, en los que esperanzas, sueños e ilusiones quedan encerrados bajo llave, pidiendo salir a gritos.
Conocí a un tipo que era una de esas prisiones, una de esas cárceles de ilusiones que, como tanta y tanta gente vivía o, más bien, sobrevivía esperando un futuro o inventando un pasado mejor.
Aún puedo oír su voz diciéndome: "ójala tú puedas cumplir tus sueños".
Sí... Era un buen tipo, supongo. No le veía muy a menudo, es cierto, pero diez minutos con el darían para escribir un libro. Él en sí era un libro. Un libro con un largo prólogo escrito por algún amigo perdido en el camino, un libro cansado de aventuras pasadas y amores prohibidos, un libro cerrado con cerrojo a la vista de los demás, un libro cubierto de polvo y empaquetado, que espera pacientemente ser llevado a reciclar.
Se pasaba el día peleando con sus pensamientos, con el único fin de hacerlos desaparecer de su mente. Esos mismos pensamientos le controlaban y le mataban, de dentro a fuera, como un parásito que se alimenta de su ilegítimo huésped.
No recuerdo la última vez que le vi pasar por la plaza. Allí se sentaba siempre, con su viejo cuaderno, y escribía quién sabe qué. La de vidas que habría dado yo por leer una sola página de ese cuaderno. Podía pasarse allí tardes enteras, contemplando a la gente pasar, los niños jugar, los enamorados besarse. Escribía y escribía, nunca paraba de escribir. Hay quien dice que escribía su propia vida a partir de la de los demás. Hay quien dice también que a cada persona que observaba le robaba un pedazo de su alma y la convertía en tinta; tinta que salía de su pluma e iba a parar al papel.
Todo el mundo hablaba de él pero nadie decía nada. Le tachaban de loco. No le conocían. Ni siquiera él mismo se conocía. Sus mejores amigos eran una pluma y un cuaderno. Tipo listo. Supongo que cada día apelaba a eso que cantaba aquel: "mejor loco que mal acompañado". Y sin embargo, apostaría que era la persona más cuerda que esta ciudad haya conocido en décadas.
El otro día, alguien cuya cara no logro recordar me dijo que creyó verle errando por las oscuras calles que la noche deja, con los años perdidos cargados a su espalda, con la luna iluminando lo que queda de su ser, con cientos de promesas y sueños incumplidos en los bolsillos, y con una pluma y un viejo cuaderno bajo el brazo.
"La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse".
Joaquín Sabina
3: