jueves, 29 de diciembre de 2011

El hombre sin nombre.

Fría noche de diciembre en la ciudad. Los pocos transeúntes que yerran las calles vagan hacia un incierto destino. Cientos de edificios descansan tranquilos, unos al lado de otros, como personas que necesitan compañía para conciliar el sueño.
En uno de esos edificios cualquiera se amontonan decenas de apartamentos, en los que esperanzas, sueños e ilusiones quedan encerrados bajo llave, pidiendo salir a gritos.
Conocí a un tipo que era una de esas prisiones, una de esas cárceles de ilusiones que, como tanta y tanta gente vivía o, más bien, sobrevivía esperando un futuro o inventando un pasado mejor.
Aún puedo oír su voz diciéndome: "ójala tú puedas cumplir tus sueños".
Sí... Era un buen tipo, supongo. No le veía muy a menudo, es cierto, pero diez minutos con el darían para escribir un libro. Él en sí era un libro. Un libro con un largo prólogo escrito por algún amigo perdido en el camino, un libro cansado de aventuras pasadas y amores prohibidos, un libro cerrado con cerrojo a la vista de los demás, un libro cubierto de polvo y empaquetado, que espera pacientemente ser llevado a reciclar.
Se pasaba el día peleando con sus pensamientos, con el único fin de hacerlos desaparecer de su mente. Esos mismos pensamientos le controlaban y le mataban, de dentro a fuera, como un parásito que se alimenta de su ilegítimo huésped.
No recuerdo la última vez que le vi pasar por la plaza. Allí se sentaba siempre, con su viejo cuaderno, y escribía quién sabe qué. La de vidas que habría dado yo por leer una sola página de ese cuaderno. Podía pasarse allí tardes enteras, contemplando a la gente pasar, los niños jugar, los enamorados besarse. Escribía y escribía, nunca paraba de escribir. Hay quien dice que escribía su propia vida a partir de la de los demás. Hay quien dice también que a cada persona que observaba le robaba un pedazo de su alma y la convertía en tinta; tinta que salía de su pluma e iba a parar al papel.
Todo el mundo hablaba de él pero nadie decía nada. Le tachaban de loco. No le conocían. Ni siquiera él mismo se conocía. Sus mejores amigos eran una pluma y un cuaderno. Tipo listo. Supongo que cada día apelaba a eso que cantaba aquel: "mejor loco que mal acompañado". Y sin embargo, apostaría que era la persona más cuerda que esta ciudad haya conocido en décadas.
El otro día, alguien cuya cara no logro recordar me dijo que creyó verle errando por las oscuras calles que la noche deja, con los años perdidos cargados a su espalda, con la luna iluminando lo que queda de su ser, con cientos de promesas y sueños incumplidos en los bolsillos, y con una pluma y un viejo cuaderno bajo el brazo.


           "La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse".
Joaquín Sabina

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sábado, 3 de diciembre de 2011

Ella, sin más.

Sentada en su cómoda silla de estudio, frente al escritorio, miraba por la ventana. Niebla. Una niebla que lo ensombrecía todo, que lo tornaba más lóbrego, que apagaba la vida. Se incorporó y observó su habitación; a veces tan grande que le parecía infinita, y otras veces tan pequeña que pasaría por una prisión. No duró mucho tiempo de pie, pues se tumbó boca arriba en la cama y comenzó a jugar con una pequeña pelota de tela, lanzándola hacia arriba. Cada golpe que la pelota daba en el techo era como una puñalada para ella.
Pam. Había discutido con sus padres, como de costumbre, pero ya dudaba que pudiera confiar en ellos. Pam. Se había distanciado de tal manera de sus amigas que ya no podía recordar quién de ellas lo llegó a ser algún día. Pam. En el instituto todo iba de mal en peor. Si le costaba un mundo recordar a sus amigas, más aún le costaba hacerlo del último exámen que sacó más de un tres. Pam. Todo ésto por no hablar de... Él. Realmente las cosas habían perdido tanta relevancia que ni le importaba que se liara con una cada semana. Pam. Su yo interior se podía comparar con Chernobil: frío, vacío, muerto. Pam. ¡Joder! Me está poniendo nerviosa ese puto ruido, se dijo para sí, y tiró la pelota a un rincón de la habitación.
En esos momentos de angustia y desesperación que recorrían cada rincón de su cuerpo era cuando la habitación se parecía más bien a una cárcel. Pero ella bien sabía que la mayor prisión en la que estaba encerrada no era física, sino que estaba dentro de ella. No sabía qué hacer, ni tampoco sabía qué había hecho para que le pasara todo eso, así que rompió a llorar. Lloró y lloró desconsoladamente durante un largo rato, con la única compañía de una caja de pañuelos y su gata, que parecía estar más preocupada por los auriculares del móvil que por el estado de ánimo de su dueña.
Y cuando todo parecía oscuro, apagado, sombrío, perdido, algo pasó; una bombillita comenzó a desprender una luz suave y tenue en su cabeza. ¿Pero qué cojones estoy haciendo? Se preguntó. Cogió un par de pañuelos más y se secó las últimas lágrimas que se resbalaban por su cara. No me jodas, ¿se puede saber qué hago suicidándome con balas de goma, como decía aquel cantante? Se frotó la cara para despejarse y volvió a mirar por la ventana. La niebla estaba remitiendo. Es más, un tímido sol se asomaba por entre las nubes, haciendo el amago de querer salir. Se levantó bruscamente de la silla y se dirigió al armario. Cogió lo primero que pilló y se lo puso. Unos vaqueros y una camiseta cualquiera, perfecto para la ocasión. Cogió las llaves y le dio un beso a su pequeña gatita, que se había recostado encima de su pijama, antes de abrir la puerta de la entrada.
-¿A dónde vas a estas horas, hija?
-No te preocupes, mamá. Volveré en un rato.
-¿Pero a dónde...?- Antes de que pudiera acabar, su hija ya había salido por la puerta, dejándola con la palabra en la boca.
Bajó las escaleras apresuradamente, pretendiendo alcanzar portal lo antes posible, como si la gran puerta de metal que daba a la calle fuera la salida de esa prisión interior que le ahogaba. Llegó al hall principal y, sin ni siquiera dar la luz, se dirigió hacia la puerta y la abrió con un golpe seco.
En cuanto se vio en la calle se paró, cerró los ojos y respiró hondo, muy hondo. Acto seguido miró a su izquierda y comenzó a andar. Al principio iba muy despacio, como un bebé que está aprendiendo a andar, pero luego aceleró poco a poco, y cuando se quería dar cuenta, estaba corriendo como una loca a lo largo de la avenida. El sol se había descubierto y lucía como nunca. Corrió y corrió durante un buen rato, saboreando el aire que le rozaba la cara, los árboles que pasaban como sombras a sus extremos, las personas indiferentes, algunos comercios que ya estaban empezando el turno de tarde, bares llenos de gente disfrutando de algún partido de fútbol. La vida.
Un señor cuyos mejores años ya quedaron atrás la miró extrañado, quizás viendo que estaba exhausta, y no pudo por más que decrle algo.
-Pero joven, tranquilízate. ¿Te pasa algo?
Ella paró de correr y miró al señor. Se tomó un instante para recuperarse antes de contestar, pero finalmente le gritó:
-¿Que si me pasa algo? ¡Claro que sí! ¡¡¡Que estoy viva!!!

 “Es muy probable que las mejores decisiones no sean fruto de una reflexión del cerebro sino del resultado de una emoción".
Eduard Punset

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