viernes, 18 de enero de 2013

¿A qué tienes miedo?

Barajas. 17:27. Puerta A10 de la terminal 1.
La megafonía transmitía mensajes inaudibles. Las maletas iban, venían, y con éstas las personas, o lo que quedaba de ellas. A través de los ventanales se podían adivinar extraños vehículos de aeropuerto y algún que otro cacharro de esos con alas. Asientos de espera vacíos, o quizás ocupados por algún bolso o abrigo. Y en uno de esos asientos, un hombre. Distraído, indiferente, impasible; un cualquiera. Pero no un cualquiera cualquiera. Él nunca lo había sido, por mucho que se hubiera empeñado toda su vida en parecerlo.
Miró a su alrededor sin lograr ver nada que mereciera la pena. Sacó una botella de agua de su maleta de mano y bebió un sorbo. Estaba helada; como el tiempo del diciembre que ya se pasó y del enero que llama con fuerza; como la gente que pasaba, yendo de un lado a otro con puerta de embarque hacia ninguna parte. Era, sin duda, una escena esperpéntica donde la haya pero que a todo el mundo parecía resultarle de lo más normal. Imbéciles... Pensó. Nuestro personaje nunca se había caracterizado por un amor incondicional hacia el ser humano, pero era demasiado vago y lo suficientemente listo como para no llegar a la misantropía. Aún.
El vuelo iba con retraso -típico- así que decidió matar dos pájaros de un tiro y comprarse algo en el puesto de comida rápida de enfrente. La cola tenía poco que envidiarle a la Gran Muralla. "Bueno, puestos a salir hoy desquiciados...", pensó; y pasó a formar parte de aquella gran edificación humana. Pero, por supuesto, el día aún le reservaba algún que otro desliz más. Cuando solo restaban un par de personas delante, una simpática chica vestida de uniforme se dispuso delante del mostrador de la puerta A10 y transmitió el feliz mensaje de embarque que todos esperaban... Menos nuestro personaje. Acto seguido, a la gran mayoría de la gente de la puerta A10 pareció invadirles una curiosa voluntad de hacer competencia a la cola del puesto en el que se encontraba nuestro infeliz desgraciado. Es en esos momentos cuando a las personas les brota esa incompetencia e idiotez con el único objetivo de amargarnos un día ya de por sí agridulce.
Después de pelearse con el camarero del puesto, cuyo país natal no era fácil de adivinar, el pintoresco infrascrito se dirigió como un rayo a la cola kilométrica que ya era un hecho. Maldijo y blasfemó en numerosas ocasiones contra los vuelos low cost por no numerar los asientos y propiciar esos espectáculos dantescos de pasajeros desquiciados y maletas sin dueño para coger el mejor sitio.
Por suerte, la travesía... Hasta el avión pasó sin demasiados contratiempos. Una vez dentro, la tradicional pugna por la elección de los asientos y huecos vacíos de maletas de mano. Espléndido. Cogió el primer asiento de pasillo que vio; esos que siempre quedan libres... Nunca le gustó el asiento de ventanilla. De hecho, nunca le gustó volar. Cogió un libro y su reproductor y auriculares de la maleta y ,justo después, buscó el más mínimo resquicio para meterla, aunque fuera a presión.
Unos quince minutos tardaron en ponerse en marcha, y en cuanto lo hicieron, a nuestro amigo le pudo una sensación innata de miedo que le hizo temblar y tragar saliva continua e inconscientemente. Y lo peor fue el acercarse a la pista. Mierda... Qué poco le gustaba aquello. A su derecha había un hombre. Sesenta y tantos, tez negra, pelo blanco, barba media y del mismo color suave, de porte de antiguo escritor. Iba vestido completamente de negro. Pareció interesarse vagamente por la embarazosa situación de su compañero de vuelo.
-¿A qué tienes miedo?- Preguntó sin rodeos.
-¿Disculpe?
-¿A qué tienes miedo?- Repitió.
-Pues... No lo sé... A muchas cosas, supongo... Espere, ¿quién es usted? ¿Nos conocemos de algo?
-Sí, de hace unos veinte minutos, desde que te sentaste ahí -dijo señalando el asiento.- ¿Es que ya no te acuerdas?
Hubo un silencio. Confusión. Cara de asombro e incredulidad de nuestro protagonista.
-¿Se encuentra bien?- dijo éste acabando con el silencio.
-¿Yo? ¡Perfectamente! Pero tú no haces más que temblar. De ahí mi pregunta: ¿a qué tienes miedo?
-Bueno, vale. Supongo... Que tengo miedo a volar.
-A no volar, diría yo.
El hombre sonrió y comenzó a leer un libro. La Biblia. Eso inquietó y asombró inexplicablemente al joven. Cinco horas de vuelo, alrededor de dos centenares de pasajeros en la nave... ¡Y a él le había tocado sentarse junto a un pastor! Por el amor de Dios...
El avión despegó, y nuestro joven amigo apaciguó sus emociones cuando, a los diez minutos, la lucecita que mostraba un cinturón que en poco se parecía al que él llevaba puesto se apagó. Durante las dos horas siguientes comió, durmió, leyó, escuchó algo de música, fue al baño un par de veces y hasta le dio tiempo a alterarse con unas malditas turbulencias; pero siempre con lo que le había dicho el pastor en mente: "¿A qué tienes miedo?"
-Disculpe- Dijo llamando al pastor.
-¿Si, hijo?
Que le llamase "hijo" le producía una especie de calma tensa difícil de describir.
-Me preguntaba... Más bien reflexionaba acerca de lo que me dijo antes. Lo del miedo. -Pausó su discurso y miró fijamente al pastor.- No se refería solamente a mi miedo a volar, ¿verdad?
El hombre rió para sí, como si supiera que ya le iba a hacer esa pregunta.
-¿Qué te hace pensar eso?
-No sabría decirlo... Pero... ¿Me equivoco?
-Nunca una pregunta así va dirigida a algo tan concreto, pero la mayoría de la gente no se da cuenta. Es una reflexión muy inteligente.
-Sí, pero... Sigo sin entender... ¿A qué se refería entonces?
-¡A todo! Mira a tu alrededor, joven. Observa los movimientos de las personas. Sus intenciones son muy distintas, a veces indescifrables, pero siempre hay un factor común en ellas: el miedo. A veces difícil de ver, a veces oculto, a veces invisible. Pero está ahí, en lo más profundo de nosotros. Incluso en las buenas acciones. Es más, sobre todo en las buenas acciones. El miedo nos mueve. Descubre tus miedos y te descubrirás a ti mismo.
El joven se mostró bastante escéptico y sorprendido ante estas frases.
-Duras palabras viniendo de un pastor.
-¿Solo porque leo la Biblia y visto de negro ya has deducido que soy un pastor?
-Yo pensé... Bueno... Sí, de hecho lo pensé. Disculpe si le he ofendido. Pero entonces... ¿No lo es?
-Soy creyente y tengo fe, si eso es lo que quieres saber.
-Entonces no andaba muy desencaminado.
-¿Por qué supones que hablo de Dios?
-¿No lo hace?
-Hablo de la fe y de creer en algo. ¿Acaso tú no crees en nada? ¿No tienes fe por nada ni nadie?
-Ahora mismo no estoy muy seguro...
-¿Crisis existencial?
-No... Yo no tengo tiempo para eso... Pero sí que puede que esté algo perdido. Si eso es lo que quiere saber.
-Bueno, hijo. Mira por la ventanilla. Al fin y al cabo, seguimos volando.
El joven sabía que esa era otra de las frases que decían más de lo que decían, y la pilló al vuelo, pero no tal y como habría deseado.
-Eso no es mucho.- Dijo.
-Es suficiente.


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