lunes, 18 de noviembre de 2013

Casualidades del destino

Noche del 26 de septiembre.
Una noche como pocas; una noche como muchas. En los comienzos del curso, cientos de estudiantes salían a las calles salmantinas para divertirse, beber, bailar, etc, antes de que sus obligaciones se lo impidieran hasta quién sabe qué señaladas fechas. ÉL no salió. Aunque siempre había sido un chico extrovertido y social, aún no tenía suficiente confianza como para adentrarse en su primera fiesta universitaria. ELLA también se quedó en casa. Total, estaba cansada y seguro que habría noches mejores a lo largo del año. “¿Qué bien podría aportarle haber salido?” Pensaba mientras intentaba ordenar vanamente la habitación de su nuevo piso. Nada más pasó esa noche, nada más pasó después.
“La gente cree que el destino es como un río...”

Noche del 26 de septiembre.
Como ya he dicho, era una noche como pocas; una noche como muchas. Después de que las primeras novatadas ya hubieron pasado, ÉL, como tantos y tantos, ya estaba en algún local de la ciudad, disfrutando de su primera fiesta como universitario. Fue una buena noche, sí. Conoció a una chica, guapa y radiante como ninguna. El alcohol le ayudó a acercarse y a hablar con ella. ¡Oh, Dios! No os podéis imaginar lo encantadora que era, ¡y además de su misma facultad! La promesa de la noche de llenó de esperanzas. Pobre chico, ¿cómo iba a imaginarse lo que vendría después? Decepciones y sufrimientos de una rosa con más espinas que pétalos. ELLA, esa noche, no salió. “...que fluye en una sola dirección...”

Noche del 26 de septiembre.
Una vez más, era una noche como pocas; una noche como muchas. ELLA en esta ocasión sí que salió, vaya que si salió. Había que disfrutar mientras se pudiera, ¿y cómo iba a perderse su primera fiesta como veterana? Además, las ganas por ver a sus amigos de la facultad eran como un imán que la arrancaba de la prisión de su cama. Tras lo que sería la introducción a las novatadas que en los próximos días se darían, la fiesta le esperaba. Risas, bromas, copas, música... No era nuevo, pero era genial; su segundo año comenzaba. Para ÉL, en cambio, no era tan fácil. ¿Qué garantías le ofrecía salir con gente que apenas conocía en una noche repleta de veteranos sedientos de vengarse de las novatadas sufridas de años anteriores?
“...Pero yo le he visto la cara al tiempo...”

Noche del 26 de septiembre.
No sé si lo habré mencionado ya, pero era una noche como pocas; una noche como muchas. ÉL y ELLA salieron, ¡había que salir! Y fue increíble. Los dos pasaron las novatadas como dos cachorros de león que ven por primera vez la selva: sin saber muy bien lo que hacer, pero con una alegría tremenda por estar allí. Después -creo que esto también lo he dicho- tocaba la fiesta. Ambos estuvieron horas en el mismo bar, cada uno con su gente, quizás cruzándose sin mirarse en algún momento. Pero la noche acabó, y aunque fue de los mejores comienzos de curso que podrían haber tenido, cada uno volvió a casa por separado, sin conocerse, quizás, nunca.
“...y es como un océano...”

La noche del 26 de septiembre.
¿Qué decir que no haya dicho ya? Puede que muchas cosas, sí, pero sobre todo una, la más importante: esta fue una noche como pocas, como muy pocas, quizás una noche única. ÉL... ELLA... Novatadas... Fiesta universitaria.... Y las precisas y preciosas acciones y decisiones que hicieron que ÉL y ELLA dejaran de ser ÉL y ELLA y se convirtieran en ELLOS.
“...en la tormenta”.





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lunes, 30 de septiembre de 2013

"No se moleste, ya la mataron"

Aquí os dejo mi particular homenaje al que han sido diez años de sentimiento unoinista. Para los que no lo sepan, el 18 de junio de 2013, la Unión Deportiva Salamanca desaparecía después de más de 90 años de historia. Fue el club de mi vida, mi primer amor, supongo, y quería ofrecerle un escrito digno.
Esta historia en cuestión viene recogida en el libro "Momentos UDS", que se puede adquirir en distintos comercios salmantinos por el precio de 12 euros. Sólo quería compartirla con vosotros, mis lectores. No en vano, es mi primera publicación oficial. Espero que os guste.
Además, debajo oo dejo también una serie de fotos de lo que ha sido mi andadura estos últimos años con la UDS.


'No se moleste, ya la mataron'
Así terminaba el maestro Gabriel García Márquez uno de los capítulos de su obra maestra “Crónica de una muerte anunciada”. No he elegido este título ni esta novela por casualidad, y es que, por muchos clavos ardiendo a los que nos agarráramos en su día y por muchos culpables que busquemos ahora, esta muerte, la muerte de nuestra Unión, no ha sido más que una muerte anunciada. Todos lo sabíamos; ninguno nos lo creíamos.
De mis diecisiete años, diez los he dedicado al seguimiento de la Unión, siendo socio los últimos cinco. Muchos partidos han pasado desde entonces, pero recordaré el primero al igual que recuerdo mi primer beso. Un lejano UDS-Sporting de Gijón (con 0-2 de resultado final) al que fui acompañado por mi padre, que siempre ha estado ahí y ha vivido conmigo cada partido de la Unión, inauguraba una etapa en mi corta vida que ingenuamente supuse eterna, pero nada es eterno. Una etapa de alegrías y decepciones, de victorias y derrotas, de ascensos y descensos... De UDS. Una etapa que terminó ese fatídico 18 de junio de 2013.
Envidio a los seguidores, socios, unionistas, más veteranos por haber vivido aquellas épocas doradas de la Unión y esos míticos partidos que ya todos conocemos: los ascensos en Burgos y Vitoria o las victorias épicas contra FC Barcelona, Valencia y Atlético de Madrid. También les envidio por haber visto con sus propios ojos a jugadores como Michel Salgado, Sito, Zegarra, Taira, Giovanella, Vellisca, Brito, Pauleta, Barbará, Silvani defender la elástica unionista...
Y es que, durante todo este tiempo, solo tuve un sueño: ver a la Unión en Primera. Un sueño que ya no se cumplirá. Me quedaré con los mejores recuerdos que guardo: el último ascenso a Segunda, los partidos contra el Elche (5-4) o el Rayo (1-2) de nuestro último año en la división de Plata, además de haber visto a jugadores como Quique Martín o José Moratón, dos ejemplos para todos; por desgracia, dos excepciones en la tónica general de los últimos años.
Para terminar, quería centrar la atención al título que encabeza este relato: “no se moleste, ya la mataron”. Y es que la Unión Deportiva Salamanca murió, para desgracia de todo unionista y para tristeza del fútbol español, donde hoy en día, las desapariciones, liquidaciones o descensos administrativos son más frecuentes de lo que todos desearíamos. Pero, recurriendo a otra obra maestra literaria, me gustaría recordar que los tiempos de Bernarda Alba ya pasaron, y que lo que necesita Salamanca y el fútbol salmantino es que pasemos página, miremos para adelante y sigamos apoyando a un equipo charro que lleve el nombre de nuestra ciudad y nuestra región por doquier.
Muchos me tacharán de traidor, hereje, chaquetero y demás soeces, pero yo fui de la Unión durante toda mi vida hasta su muerte, y esa es la verdad.
Dicho esto: hasta siempre, Unión Deportiva Salamanca y ¡HALA UNIÓN!













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viernes, 28 de junio de 2013

El hombre que esperaba

Esta es la historia... De una historia. Una historia cantada, interpretada, escrita, leída, gritada, susurrada, escondida a plena vista de tal manera que pasa desapercibida. Una historia digna de ser contada. Una historia con un final... Aún sin escribir, pero deseando ser escrito. Una historia de lucha sin descanso por una meta que quizás no exista. No exista. ¿O sí?
¿Andar el camino y poder morir... O no andar el camino y vivir? ¿Qué elegirías tú?
El hombre que esperaba parecía tenerlo claro. Era su naturaleza, o eso parecía creerse. Una naturaleza suicida por naturaleza. Pero quizás la única que le hacía sentirse con vida, o más bien, mantenerse con vida. ¿Qué ironía, verdad?
El hombre que esperaba era un grande con delirios de simpleza. Un creyente nato. El santo patrón de las causas perdidas, perdido entre romería y romería.
El hombre que esperaba tenía el lema "lo imposible es imposible hasta que deja de serlo" tatuado en su mente con tinta fuerte e imborrable. Siendo lo imposible un imposible para lo posible.
El hombre que esperaba solo soñaba con sus propios sueños, aspirando a algún día soñar con sus propias realidades. Realidades que una vez reales parecerían sueños, sueños tan soñados que no parecerían reales.
El hombre que esperaba nunca había tenido sentido de la fidelidad, aunque daría su vida y su muerte por una causa. Insensato, sí. Sinsentido, quizás.
El hombre que esperaba tenía sus razones, olvidadas tiempo atrás.
El hombre que esperaba dicen que una vez alcanzó el cielo, rozó sus labios y palpó la gloria. Eso fue antes, mucho antes de esperar.
El hombre que esperaba sufría por dentro y reía por fuera. Sabiendo que nunca llegaría a ser feliz mientras se empeñase en buscar la felicidad.
El hombre que esperaba siempre se perdía en el mismo camino, aún jurándose que jamás lo volvería a cruzarlo, ni siquiera a mirarlo. Pero él siempre volvía. Volvía e intentaba caminarlo sin perderse, sabiendo que en algún intento llegaría al final... Donde todo empieza (gracias, Fito).
El hombre que esperaba se sentaba en su incómoda cómoda, al inerte calor de la chimenea, visualizando en el fuego un futuro de reales utopías. ¿Y es que qué es una utopía sino un imposible que quiere dejar de serlo? Su tatuaje le quemaba.
El hombre que esperaba sabía que "eternidad" era la única palabra prohibida. Tachada en el diccionario y borrada. Imposible y utópica. Otra ironía más.
El hombre que esperaba escribía incesante sobre su esperanza. Daba igual la hora o el lugar. Era la única forma de recordar una causa que hace tiempo olvidó.
El hombre que esperaba anhelaba sendas que no existen, buscando destinos inalcanzables. Allí donde otros fracasaron. Allí donde él triunfaría.
El hombre que esperaba quería creer que el esfuerzo no era en vano; que un tesoro sin par se hallaría tras los barrotes marchitos de la espera sin fin.
El hombre que esperaba lo apostó todo a la ruleta. Al negro. Cuando vio que solo había una casilla negra entre diecisiete rojas, ya era tarde. Y más tarde fue aún cuando descubrió que quizás la recompensa no merecía tanto la pena, y que si seguía con la apuesta era porque no tenía otra opción. Aún así, quería ganar.
El hombre que esperaba vivía en la estación de los besos perdidos, toreando al tren expreso del olvido (gracias, Joaquín). Una estación que esperaba un tren, pero una estación con más de un andén.
El hombre que esperaba, una noche por la mañana, en un día de calor en que nevaba... Se cansó de esperar. Pero esa es otra historia...

Continuará...


"El héroe escaló la montaña porque no tenía miedo; derrotó al dragón porque no tenía miedo; atravesó el círculo de fuego porque no tenía miedo; y rescató a la princesa... Porque merecía la pena." -Dr. King Schultz (Django)


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jueves, 21 de febrero de 2013

Grita

Era una tarde fría, o eso parecían decir las caras de los transeúntes que iban y venían sin destino aparente.  Miles de cuerpos desprovistos de alma huyendo de nadie hacia ninguna parte. La tenue luz de las farolas recién encendidas le daba una pincelada de sentido al sinsentido que iluminaba. Fuera todo era ajetreo; un compendio de personas, horarios apretados, pitidos de claxon, prisas sin nombre, sin ruido, sin sentido. Llegó la noche, y con ella los llantos, los besos, los reproches; reflexiones que vuelan dentro de jaulas de tinta y papel, de pantalla y teclado, de un "no sé qué hago".
Dentro todo era silencio. Quizás algún ruido de fuera conseguía colarse, pero pronto moría, y no era lo único. Era una casa espaciosa, siempre lo había sido, aunque algunas veces más que otras. En ese preciso instante era pequeña, muy pequeña. Era una casa laberíntica, como lo son los apartamentos de hoy en día, supongo. Y aquella habitación. Esa habitación que tanto guardaba en sus paredes: ilusiones, decepciones, amistad, olvido, amor, odio, la baraja de cartas del agobio. Cuatro paredes ocultando, una persona esperando. Nunca había esperado verse en esa situación. Frente a frente. Face to face. Su enemigo delante. Nada detrás.
Respiración calmada, tranquila. Mirada segura, fuerte. Apretó los puños, casi crujían. Allí estaba, justo enfrente. Esa persona que no dejaba avanzar, que imponía límites absurdos, que frenaba cuando había que acelerar y pensaba cuando había que actuar. Tanto tiempo buscando una respuesta a sus delirios, a sus fracasos, a sus noches en vela, y por fin la había encontrado. La causa de todo ello estaba allí mismo. Qué ironía. En ese preciso instante cerró los ojos y miles de imágenes inundaron su mente como un aguacero implacable y febril. Tantas emociones y sentimientos juntos, revueltos, desordenados, como miles de libros en una biblioteca abandonada. Miedo. El fantasma de la valentía que ha pasado a mejor vida. Impotencia. El autobús marchito de la paciencia perdido tiempo atrás por las carreteras secundarias de sus pensamientos. Rabia. El perro vagabundo de la ilusión errando por los recovecos de su cabeza. Decepción. El barco hundido de la confianza, carcomido por las mentiras carroñeras. Ira. La paloma muerta de la paz, enterrada con duelo en un cajón olvidado de un armario vintage. Odio. Los siete pecados capitales del aprecio, grabados a fuego en la tela de su piel. Sufrimiento. La felicidad vendida en un bote de formol. Indiferencia. Las cenizas del amor ocupando el espacio vacío del pasado que pasó. Esperanza. Las cajas de mudanza de todo lo anterior.
Abrió los ojos. Allí seguía: impávida, inmóvil, eterna, su maldición. El cambio: su única opción. Podía sentirlo, palparlo. Estaba cerca; el cambio estaba cerca. Pero algo fallaba, no encajaba. Como las piezas rotas de un puzle incompleto. La maldición. Nada podía hacer, nada que no hubiera hecho ya.
Así que gritó.
Gritó.
Gritó.
Gritó.
Gritó.
Gritó.
Gritó.
Y tanto gritó, que el espejo se rompió.


3:

viernes, 18 de enero de 2013

¿A qué tienes miedo?

Barajas. 17:27. Puerta A10 de la terminal 1.
La megafonía transmitía mensajes inaudibles. Las maletas iban, venían, y con éstas las personas, o lo que quedaba de ellas. A través de los ventanales se podían adivinar extraños vehículos de aeropuerto y algún que otro cacharro de esos con alas. Asientos de espera vacíos, o quizás ocupados por algún bolso o abrigo. Y en uno de esos asientos, un hombre. Distraído, indiferente, impasible; un cualquiera. Pero no un cualquiera cualquiera. Él nunca lo había sido, por mucho que se hubiera empeñado toda su vida en parecerlo.
Miró a su alrededor sin lograr ver nada que mereciera la pena. Sacó una botella de agua de su maleta de mano y bebió un sorbo. Estaba helada; como el tiempo del diciembre que ya se pasó y del enero que llama con fuerza; como la gente que pasaba, yendo de un lado a otro con puerta de embarque hacia ninguna parte. Era, sin duda, una escena esperpéntica donde la haya pero que a todo el mundo parecía resultarle de lo más normal. Imbéciles... Pensó. Nuestro personaje nunca se había caracterizado por un amor incondicional hacia el ser humano, pero era demasiado vago y lo suficientemente listo como para no llegar a la misantropía. Aún.
El vuelo iba con retraso -típico- así que decidió matar dos pájaros de un tiro y comprarse algo en el puesto de comida rápida de enfrente. La cola tenía poco que envidiarle a la Gran Muralla. "Bueno, puestos a salir hoy desquiciados...", pensó; y pasó a formar parte de aquella gran edificación humana. Pero, por supuesto, el día aún le reservaba algún que otro desliz más. Cuando solo restaban un par de personas delante, una simpática chica vestida de uniforme se dispuso delante del mostrador de la puerta A10 y transmitió el feliz mensaje de embarque que todos esperaban... Menos nuestro personaje. Acto seguido, a la gran mayoría de la gente de la puerta A10 pareció invadirles una curiosa voluntad de hacer competencia a la cola del puesto en el que se encontraba nuestro infeliz desgraciado. Es en esos momentos cuando a las personas les brota esa incompetencia e idiotez con el único objetivo de amargarnos un día ya de por sí agridulce.
Después de pelearse con el camarero del puesto, cuyo país natal no era fácil de adivinar, el pintoresco infrascrito se dirigió como un rayo a la cola kilométrica que ya era un hecho. Maldijo y blasfemó en numerosas ocasiones contra los vuelos low cost por no numerar los asientos y propiciar esos espectáculos dantescos de pasajeros desquiciados y maletas sin dueño para coger el mejor sitio.
Por suerte, la travesía... Hasta el avión pasó sin demasiados contratiempos. Una vez dentro, la tradicional pugna por la elección de los asientos y huecos vacíos de maletas de mano. Espléndido. Cogió el primer asiento de pasillo que vio; esos que siempre quedan libres... Nunca le gustó el asiento de ventanilla. De hecho, nunca le gustó volar. Cogió un libro y su reproductor y auriculares de la maleta y ,justo después, buscó el más mínimo resquicio para meterla, aunque fuera a presión.
Unos quince minutos tardaron en ponerse en marcha, y en cuanto lo hicieron, a nuestro amigo le pudo una sensación innata de miedo que le hizo temblar y tragar saliva continua e inconscientemente. Y lo peor fue el acercarse a la pista. Mierda... Qué poco le gustaba aquello. A su derecha había un hombre. Sesenta y tantos, tez negra, pelo blanco, barba media y del mismo color suave, de porte de antiguo escritor. Iba vestido completamente de negro. Pareció interesarse vagamente por la embarazosa situación de su compañero de vuelo.
-¿A qué tienes miedo?- Preguntó sin rodeos.
-¿Disculpe?
-¿A qué tienes miedo?- Repitió.
-Pues... No lo sé... A muchas cosas, supongo... Espere, ¿quién es usted? ¿Nos conocemos de algo?
-Sí, de hace unos veinte minutos, desde que te sentaste ahí -dijo señalando el asiento.- ¿Es que ya no te acuerdas?
Hubo un silencio. Confusión. Cara de asombro e incredulidad de nuestro protagonista.
-¿Se encuentra bien?- dijo éste acabando con el silencio.
-¿Yo? ¡Perfectamente! Pero tú no haces más que temblar. De ahí mi pregunta: ¿a qué tienes miedo?
-Bueno, vale. Supongo... Que tengo miedo a volar.
-A no volar, diría yo.
El hombre sonrió y comenzó a leer un libro. La Biblia. Eso inquietó y asombró inexplicablemente al joven. Cinco horas de vuelo, alrededor de dos centenares de pasajeros en la nave... ¡Y a él le había tocado sentarse junto a un pastor! Por el amor de Dios...
El avión despegó, y nuestro joven amigo apaciguó sus emociones cuando, a los diez minutos, la lucecita que mostraba un cinturón que en poco se parecía al que él llevaba puesto se apagó. Durante las dos horas siguientes comió, durmió, leyó, escuchó algo de música, fue al baño un par de veces y hasta le dio tiempo a alterarse con unas malditas turbulencias; pero siempre con lo que le había dicho el pastor en mente: "¿A qué tienes miedo?"
-Disculpe- Dijo llamando al pastor.
-¿Si, hijo?
Que le llamase "hijo" le producía una especie de calma tensa difícil de describir.
-Me preguntaba... Más bien reflexionaba acerca de lo que me dijo antes. Lo del miedo. -Pausó su discurso y miró fijamente al pastor.- No se refería solamente a mi miedo a volar, ¿verdad?
El hombre rió para sí, como si supiera que ya le iba a hacer esa pregunta.
-¿Qué te hace pensar eso?
-No sabría decirlo... Pero... ¿Me equivoco?
-Nunca una pregunta así va dirigida a algo tan concreto, pero la mayoría de la gente no se da cuenta. Es una reflexión muy inteligente.
-Sí, pero... Sigo sin entender... ¿A qué se refería entonces?
-¡A todo! Mira a tu alrededor, joven. Observa los movimientos de las personas. Sus intenciones son muy distintas, a veces indescifrables, pero siempre hay un factor común en ellas: el miedo. A veces difícil de ver, a veces oculto, a veces invisible. Pero está ahí, en lo más profundo de nosotros. Incluso en las buenas acciones. Es más, sobre todo en las buenas acciones. El miedo nos mueve. Descubre tus miedos y te descubrirás a ti mismo.
El joven se mostró bastante escéptico y sorprendido ante estas frases.
-Duras palabras viniendo de un pastor.
-¿Solo porque leo la Biblia y visto de negro ya has deducido que soy un pastor?
-Yo pensé... Bueno... Sí, de hecho lo pensé. Disculpe si le he ofendido. Pero entonces... ¿No lo es?
-Soy creyente y tengo fe, si eso es lo que quieres saber.
-Entonces no andaba muy desencaminado.
-¿Por qué supones que hablo de Dios?
-¿No lo hace?
-Hablo de la fe y de creer en algo. ¿Acaso tú no crees en nada? ¿No tienes fe por nada ni nadie?
-Ahora mismo no estoy muy seguro...
-¿Crisis existencial?
-No... Yo no tengo tiempo para eso... Pero sí que puede que esté algo perdido. Si eso es lo que quiere saber.
-Bueno, hijo. Mira por la ventanilla. Al fin y al cabo, seguimos volando.
El joven sabía que esa era otra de las frases que decían más de lo que decían, y la pilló al vuelo, pero no tal y como habría deseado.
-Eso no es mucho.- Dijo.
-Es suficiente.


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