jueves, 21 de febrero de 2013

Grita

Era una tarde fría, o eso parecían decir las caras de los transeúntes que iban y venían sin destino aparente.  Miles de cuerpos desprovistos de alma huyendo de nadie hacia ninguna parte. La tenue luz de las farolas recién encendidas le daba una pincelada de sentido al sinsentido que iluminaba. Fuera todo era ajetreo; un compendio de personas, horarios apretados, pitidos de claxon, prisas sin nombre, sin ruido, sin sentido. Llegó la noche, y con ella los llantos, los besos, los reproches; reflexiones que vuelan dentro de jaulas de tinta y papel, de pantalla y teclado, de un "no sé qué hago".
Dentro todo era silencio. Quizás algún ruido de fuera conseguía colarse, pero pronto moría, y no era lo único. Era una casa espaciosa, siempre lo había sido, aunque algunas veces más que otras. En ese preciso instante era pequeña, muy pequeña. Era una casa laberíntica, como lo son los apartamentos de hoy en día, supongo. Y aquella habitación. Esa habitación que tanto guardaba en sus paredes: ilusiones, decepciones, amistad, olvido, amor, odio, la baraja de cartas del agobio. Cuatro paredes ocultando, una persona esperando. Nunca había esperado verse en esa situación. Frente a frente. Face to face. Su enemigo delante. Nada detrás.
Respiración calmada, tranquila. Mirada segura, fuerte. Apretó los puños, casi crujían. Allí estaba, justo enfrente. Esa persona que no dejaba avanzar, que imponía límites absurdos, que frenaba cuando había que acelerar y pensaba cuando había que actuar. Tanto tiempo buscando una respuesta a sus delirios, a sus fracasos, a sus noches en vela, y por fin la había encontrado. La causa de todo ello estaba allí mismo. Qué ironía. En ese preciso instante cerró los ojos y miles de imágenes inundaron su mente como un aguacero implacable y febril. Tantas emociones y sentimientos juntos, revueltos, desordenados, como miles de libros en una biblioteca abandonada. Miedo. El fantasma de la valentía que ha pasado a mejor vida. Impotencia. El autobús marchito de la paciencia perdido tiempo atrás por las carreteras secundarias de sus pensamientos. Rabia. El perro vagabundo de la ilusión errando por los recovecos de su cabeza. Decepción. El barco hundido de la confianza, carcomido por las mentiras carroñeras. Ira. La paloma muerta de la paz, enterrada con duelo en un cajón olvidado de un armario vintage. Odio. Los siete pecados capitales del aprecio, grabados a fuego en la tela de su piel. Sufrimiento. La felicidad vendida en un bote de formol. Indiferencia. Las cenizas del amor ocupando el espacio vacío del pasado que pasó. Esperanza. Las cajas de mudanza de todo lo anterior.
Abrió los ojos. Allí seguía: impávida, inmóvil, eterna, su maldición. El cambio: su única opción. Podía sentirlo, palparlo. Estaba cerca; el cambio estaba cerca. Pero algo fallaba, no encajaba. Como las piezas rotas de un puzle incompleto. La maldición. Nada podía hacer, nada que no hubiera hecho ya.
Así que gritó.
Gritó.
Gritó.
Gritó.
Gritó.
Gritó.
Gritó.
Y tanto gritó, que el espejo se rompió.


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